lunes, 25 de enero de 2010

Una introducción a dos fragmentos anotados




It is all consecutive and interrelated.
Joyce

Finnegans Wake: 1939-2010. Más de setenta años después de su publicación, tras una pésima acogida inaugural prolongada por la crítica contemporánea, casi siempre confundida y pocas veces entusiasta, pero en ambos casos sin mayores argumentos que la incomprensión y el desprecio al culteranismo trasnochado del genio soberbio; o bien, la reverencia por un autor que garantiza tras haber conquistado la posterioridad con su irreprochable “Ulises”, que el siglo XX aprendió a leer e imitar hasta la saciedad. En este panorama se yergue la figura rechoncha y jorobada de un cantinero de ascendencia nórdica, ya canoso, tartamudo por la culpa y algo sordo; casado con una voluptuosa, codiciosa e irritable mujer (también madura) que todavía lo complace en la cama, aunque deba compartirla con su Sirviente, el recuerdo de un sacerdote seductor o seducido en la juventud y muchos otros amantes, reales o imaginarios. Dos vástagos gemelos y una joven virginal cierran el círculo del drama familiar, eternamente repetido, del género humano sobre la Tierra de Irlanda, que vale para cualquier otro escenario del pasado y del presente.

Es la noche del sueño ebrio. La lengua se desborda y queda el discurso simultáneo del inconsciente, que no reconoce las fronteras del significado unívoco y la sintaxis tradicional. Todo encarna y es su opuesto. Una misma frase afirma, niega y se prolonga en múltiples sentidos. Nada queda fuera. Los sueños están hechos de todas las palabras. Su idioma es universal. No olvidemos que la composición final de la novela fue a ciegas, es decir, Joyce corrigió y accedió a la versión definitiva de su obra impresa solo a través de la imaginación. La visión terrenal se le había nublado, pero los signos aún giraban límpidos en su mente.

De esta manera, abordar Finnegans Wake es una extenuante aventura del lenguaje, la imaginación y el conocimiento. El simple hecho de confrontar una obra que ha sido unánimemente reconocida (y concebida) como la más exigente de la historia literaria del siglo XX requiere un estado de ánimo dispuesto lo mismo al hallazgo que al hartazgo. Debo reconocer que mi ensayo de traducción, que ya abarca los primeros dos capítulos completos, cubre apenas el arranque de esta epopeya moderna («una historia del mundo», según Joyce); sin embargo, me ha mantenido un par de años en estado de obsesiva concentración, durante los cuales —curiosamente— se me develaban importantes claves en el umbral del sueño. Es sabido que la novela muestra una estructura onírica, donde los personajes, los escenarios, los idiomas extranjeros y el lenguaje nativo se ven sometidos a una condición de deriva casi involuntaria, contenida o encauzada (¿traducida?) por el genial penman Shem J. Mientras redacto estas líneas me asalta la misma duda con respecto a mis propias palabras, como en cada uno de los párrafos que al verlos transcritos en su versión final se me revelaban con nuevas incógnitas; no obstante, el mítico Finn está despertando y habla castellano.

Agradezco a la comunidad mundial interesada en la obra de James Joyce, reconociendo especialmente las aproximaciones al español de Salvador Elizondo, Víctor Pozanco, Luis Chitarroni y C. E. Feiling; Leónidas Lamborghini, Francisco García Tortosa, Ricardo Silva Santisteban y Leandro Fanzone. El primer extracto reproduce la Caída inaugural de todo el género humano representado en Tim Finnegan, uno de los múltiples avatares del protagonista Humphrey Chimpden Earwicker (HCE). El segundo fragmento retrata simultáneamente un recorrido por el Museo Wellington, la batalla de Waterloo, un encuentro sexual y una escena escatológica. Se recomienda cotejar la traducción con el original para acceder al verdadero sentido de la obra y permitirse algunos lapsos de inconsciencia entre la lucidez implícita en el esfuerzo. Una advertencia: el texto es una trampa, y al cruzar esta línea ya será muy tarde para huir.

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